
Todo comenzó el viernes para nosotros, cuando estábamos de fiesta en el Spanish Arch de Galway. Bailábamos felices, coreando los temas conocidos que tocaba la banda, disfrutando de lo lindo con el espectáculo de los torpedos cuando, de repente, aquél olor… capaz de tumbar a un gigante de cuatro metros. No ocurrió una vez, ni tampoco dos…
Al día siguiente la historia se repitió nada más y nada menos que en los ‘Cliffs of Moher’. Cuando ocurrió, nos miramos unos a otros y después alrededor, para descubrir que a unos cinco metros caminaba delante de nosotros una mole de unos 200 kilos. Iba agarrado a la mano de su novia, que no creo que se enterara del percal que iba dejando el tío a su paso. Nosotros intentamos deshacernos de la peste como pudimos, tapándonos las fosas nasales con todo tipo de recursos. ¡A punto estuvimos alguno de lanzarnos por el acantilado con tal de librarnos de ese fétido olor que nos perseguía! El hombre se debió quedar la mar de a gusto…
Tanto Ger como Aine me han dicho que es algo frecuente que ocurre desde el momento que se prohibió el consumo de tabaco en los bares y locales de toda Irlanda. No es que antes de eso no se bufaran, es que el olor del tabaco debía camuflar el resto de olores, que ahora quedan más al descubierto.
Ger también me contó un caso curioso, el de un amigo suyo, que cuando le pidió matrimonio a su novia esta aceptó con una condición; si quería casarse con ella tenía que dejar de beber Guinness, por el motivo que estoy contando aquí, claro.
La cosa es que estos irlandeses no se cortan un pelo, no tienen ningún reparo en expulsar sus gases en público. Yo me imagino que como suelen ir todos y todas tan mamados, pues no llegan a enterarse de los tufos, pero nosotros que apenas bebimos nos comimos unos cuantos durante el fin de semana…
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